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Sevilla está de fiesta. El tiempo de fuego se esfuma y el calor comienza a retroceder volviendo a sus firmes filas abandonadas durante meses. Un atisbo de otoño revolotea mientras cae sutilmente al suelo adoquinado de sus enrevesadas calles. Septiembre en Sevilla es una maravilla pero más lo es en Triana donde el cambio de estación prepara las gargantas y remonta las palmas al compás. Y es a ese compás al que por obra de la gracia divina se abren unos nuevos ojos a la vida, los que se empapan de arte y no de lágrimas, los que algún día se comprometerán con el miedo.

Sevilla es una niña sentada en regazos de toreros eternos que susurran poesía y arte entre cuatro paredes con la única música de fondo que provoca la sonrisa más inocente. Es historia de amoríos prohibidos entre plazas y humanos porque no hay otro lugar en el mundo donde en el ring se luche con capote. Porque esta ciudad es criarse entre burladeros y Santa Cruz, porque la Caridad llora cuando sus hijos salen al ruedo y torean sin piedad. Y es que Sevilla es torera porque tuvo una hija y la llamaron Maestranza. Ojos miel, cabello rojizo y en su seno dos vidas contrapuestas que no perdonan. Pero hay una cosa que la diferencia del resto, y es que es la única mujer de la cual un hombre estará orgulloso de salir por su puerta.

Y ese niño creció. Y entre burladeros, Triana, Sanlúcar, El Arenal, tentaderos… Se decidió a ser torero en Olivenza. Desde entonces nace una leyenda por la que muchos matarán por escribir. Ese niño se enamoró de la niña más bonita de Sevilla, pero cuán difícil es compartir un amor y, por suerte o por desgracia, la niña amaba a muchos otros. Tuvo que sudar sangre y triunfar en las más arduas batallas para conseguir que en él se fijara. Entonces un día de los que el tiempo tiene planeado detenerse, sus ojos se encontraron y qué bonito fue el «ojos verdes» que se escuchaba por el paseo Colón, y qué bonito fue el baile trianero cuando danzaron sus pies casi desnudos en la arena y sus manos sangraron y tiñeron de rojo el de brega. El tinte despuntó y manchó hasta impregnar a todo aquel que en los tendidos se encontrara. La barrera se enfrentaba a pasiones desmesuradas y los toreros que no estaban en la plaza tocaban palmas por soleá. La Maestranza abrió su corazón al novillero engalanado de blanco oro que la había conquistado. Los pies se despegaron del suelo y empezaron a volar ilusiones, sueños y victorias anheladas. Y sus ojos se volvieron a empapar de arte y no de lágrimas.

Sevilla es azahar y tertulias encubiertas en bares de imágenes cofrades. Es farolillos, lunares y luces en Feria. Es raza en el Real y mujeres indiscretas que se criaron con la reina de Sevilla. Es su plaza en primavera y su niño por montera. Es un paseíllo sevillano de pisadas pequeñas con aura de grandeza. Es eternidad en suspiros y Olés. La envidia de Sevilla es su reloj, el que ha guardado en sus manillas las historias jamás contadas por artistas de luz, ha envejecido con chicuelinas, manoletinas, julianas, ha resucitado mitos, pero sobre todo, hitos y ha sido el celestino de más de un enamoramiento. Sevilla es verdad, pero una verdad distinta que se cuenta entre respetos, silencios y solemnidad, verdades que se cuentan delante de animales porque en esta ciudad veneramos y adoramos al toro.

El niño grande, y la grandeza pequeña. Y comienza una nueva temporada. Sufrimiento, dolor, ira, gestos desgarradores que culminan en pitones que se creen con derecho a rozar las pieles de oro o azabache. La vida rápida que insiste en pasar desapercibida pero que frena en seco cuando pasea por una plaza. Allí, no en una si no en muchas, un niño grande levanta pasiones. El calor gotea en forma de escultura cuando roza el albero y dibuja líneas que se cruzan con más o menos bravura. Entonces el pique eterno toma el control. Dos bravos que se retan a un duelo de vida o muerte, el toro y el torero.

El tamaño no adquiere forma cuando el arte tararea su estructura. No hay cosa más bonita que una mirada sincera. Inocencia y temple que encaran, apenas sin darse cuenta, a gigantes. Cuenta la leyenda que David mató a Goliat, pero David no era torero, un querer ser figura y un poder ineludible matan más Goliats que un intentarlo y no serlo. Porque los trofeos cuentan, las victorias saben a gloria pero aún más es llevarse de vuelta la ilusión de ser maestro. Y tras días de infarto y días caballeros, se hace camino al andar y andando se va pero se viene de vuelta. «¡Buenas tardes Maestranza, ya te echaba de menos!»

Olé para los cinco toreros. OLÉ para el novillero. Y olé para España que es la cuna del toreo.

Se reencuentran dos viejos amigos que el tiempo hizo olvidar. La espera necesaria para regalarle a su novia la más dulce estampa. Comienza el espectáculo. Sevilla vuelve a estar de fiesta. Morante nos recuerda que su niña está creciendo y que se está comprometiendo con un artista novillero, El Juli nos regala pasión y respeto en el albero de su plaza, El Cid nos da la veteranía y con ella su pureza, Manzanares con gusto nos encamina al sueño de tocar el cielo y Talavante con ganas, tela y espada nos deslumbra con pases de la guarda. Entonces aparece Paco Lama, el niño que ama a la mujer más bella de Sevilla y la besa, la acaricia, la llama. La coge de la mano y la pasea por las calles de su ciudad. Y la plaza desbocada, los corazones desnudan el alma y el niño que lloraba arte hace que todos los artistas lloren lágrimas de agua. La gente grita, aclaman al joven Lama. Es cuando Sevilla se da cuenta de que la Maestranza se ha comprometido con la eternidad de una leyenda de raza.

Sevilla es arrebato y temperamentos desmedidos que se publican a la vera de las calles. Es querer vivirla pero no poder dejarla. Es Giralda cuando viste y cantaora cuando habla. Es figura del toreo que se palpa. Inminente casta. Arte por la espada. Es Lama de Góngora y su arte cuando calla. Porque no hay ciudad más bella por la que haya que vivir ni ciudad más auténtica por la que haya que morir. Porque Lama muere por Sevilla y Sevilla llora por Lama.

Fdo: Laura Folgado

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